I

«… las autoridades locales prohíben salir de casa si presentan síntomas como dolor de cabeza, entumecimiento muscular, asfixia, tos seca o diarrea. Al parecer, este nuevo virus es muy contagioso y ya, los infectados, se cuentan por millares aquí en la capital. El barrio de Malasaña ha sido…»
Daniel apagó la radio. Ya tenía suficiente con haber estado toda la mañana escuchando sirenas de los cuerpos de la ley y el orden. Y para colmo, aquel locutor de radio le había puesto la carne de gallina. ¿Qué demonios estaba sucediendo? ¿Se había vuelto la gente loca?
Encendió el monstruo de setenta y cinco pulgadas, destinado en un principio a entretener a la clientela con partidos de fútbol mientras tomaba una copa, y puso las noticias. Si su jefe lo viera usar aquel espléndido televisor para un fin tan racional como era conocer en profundidad qué estaba sucediendo ahí fuera y no para ver a veintidós futbolistas corriendo detrás de una pelota, estaba seguro de que le caería una buena reprimenda. Pero como aquel calvo larguirucho no estaba presente en ese momento, Daniel se jugó el tipo. Lamentablemente, se encontró con un programa del corazón, donde los colaboradores hablaban de la vida de famosillos sin importancia. ¿A quién le interesaba que la exmujer de un torero se hubiera operado la cara y hubiera dejado las drogas?
Paró de barrer un instante y apoyó el escobón contra el mostrador. A partir de media tarde, litros y litros de cerveza se posarían sobre él, como cada día, y los culos de los vasos jugarían el papel principal, obligándole a usar la bayeta una y otra vez para eliminar sus huellas circulares. Tuvo que cambiar de canal un par de veces hasta encontrar lo que buscaba. En la pantalla, vio las imágenes de la sala de urgencias absolutamente colapsada de un hospital. Los enfermos se agolpaban unos contra otros. Unos, los más enardecidos y los más desesperados, intentaban alcanzar la primera posición de la fila en el mostrador a empujones limpios. Otros, los más decaídos, se resignaban a aguardar su turno sentados en el suelo o apoyados contra las paredes. Pero pocos llevaban mascarillas quirúrgicas para intentar frenar el contagio. Tampoco es que nadie las hubiera aconsejado.
—… donde es un auténtico escándalo —narraba la reportera con la emoción del momento—. Los sanitarios no dan abasto con la oleada de contagios. Este nuevo virus parece que va a azotar con fuerza a la población. Estamos viendo personas de todas las edades: niños, adultos, ancianos… Estamos en riguroso directo desde el Hospital Universitario HM de Madrid…
Mientras seguía describiendo la situación, Daniel recordó que el hospital donde se producía aquel caos estaba cerca de dónde él trabajaba, un Café-Bar de la calle La Palma, en el barrio de Malasaña. Sí, aquel barrio tan acogedor y con un ambiente vecinal tan cercano, parecido al de un pueblo con menos de dos mil habitantes. Allí todo el mundo era bien recibido y no existían las típicas distinciones raciales u homófobas. La
orientación sexual era respetada y se podía ver a personas del mismo sexo agarradas de la mano sin que nadie los mirara mal. Por el contrario, era una zona acogedora y divertida, que aún guardaba las esencias de la añorada «movida madrileña», donde jóvenes y adultos acudían a los bares a beber, escuchar buena música y pasar un buen rato con los amigos mientras comentaban la dudosa virtud de la madre de algún árbitro o celebraban a carcajadas el último chismorreo del barrio. Al menos, eso era lo que Daniel veía desde hacía dos años, cuando comenzó a trabajar en aquel Café-Bar de la calle La Palma. Esta era tan larga y tan estrecha que él la calificaba como semipeatonal, porque muchas veces los coches cedían el paso a los transeúntes sin que hubiera puntos habilitados para tal efecto. Aquella calle tan variopinta del barrio de Malasaña estaba infestada de bares y cervecerías. Aunque también había otros tipos de establecimientos: comercios de ropa alternativa, de objetos extraños de decoración, salones recreativos, fruterías, supermercados, etc. Reinaba un ambiente extraordinario y, sobre todo, las noches eran puro jolgorio.
El Hospital Universitario HM de Madrid, tomando San Bernardo en línea hacia el norte, estaba a menos de ochocientos metros de distancia.
«Está tan solo a siete minutos y medio andando», pensó Daniel, preocupado por que aquel foco infeccioso pudiera dar alcance a él o a cualquier miembro de su familia.
Aunque la televisión permanecía encendida, seguía ignorándola por completo, enfrascado en sus pensamientos. De pronto, el sonido de un burbujeo lo sacó de su ensimismamiento. Sacó el móvil del bolsillo trasero de sus vaqueros ajustados y vio que su madre le había escrito un mensaje.
«Dani, hijo, ten cuidado y no salgas de casa hoy. No te preocupes por tu padre, está bien, pero le han atracado esta mañana en el metro. Contéstame pronto. Un beso»
El corazón le dio un vuelco. ¿Habían atracado a su padre? ¡Desalmados! Su primer impulso fue llamarla por teléfono directamente en lugar de contestar al mensaje de texto, pero un ruido en la puerta acaparó toda su atención.
Eran las doce menos cuarto de la mañana y faltaban quince minutos para abrir el Café-Bar. Contra la cristalera de la puerta estaba apoyado un hombre de mediana edad, con un gorro de lana verde pistacho que cubría todo su pelo y unos guantes a juego. Su moflete derecho, aplastado contra el vidrio, hacía que la cara pareciera más carnosa de lo que era en realidad. Babeó en el cristal, intentando articular alguna palabra, pero no lo consiguió. A Dani, un chico de treinta y siete años un poco asustadizo, le dio mala espina aquella escena. En cualquier otra ocasión le habría abierto la puerta, animándolo a entrar y le habría servido una consumición mientras terminaba con los preparativos para la apertura, pero no fue así. Aquel extraño parecía que se había metido demasiado la noche anterior y, tal y como estaban los ánimos, no quiso arriesgarse. En cualquier caso, le gritó desde dentro:
—¡Disculpe! Aún está cerrado. Vuelva en quince minutos, por favor.
El hombre, al captar su voz, se despegó del cristal y lo observó con una mirada perdida. Tenía la vista fija en él, pero parecía que miraba más allá. Acto seguido, balbuceó algo en un idioma desconocido y se marchó por donde había venido.
Dani suspiró aliviado, pero ¿por qué? Solamente se trataba de un cliente que quería un café o, como mucho, una cerveza.
—…las personas están muy nerviosas y parece ser que una trifulca está teniendo lugar en estos instantes —la voz de la reportera penetró en sus oídos como un trueno en mitad de la noche—. Varios pacientes que aguardaban la cola se han enzarzado en una disputa sin sentido, posiblemente para que los atiendan antes. ¡Han llegado a las manos y el hombre con barba tiene agarrado a otro del cuello! Esto es insólito. En mis diez años como reportera jamás había presenciado…
En la imagen, los enfermos que se apiñaban en el largo pasillo hasta el mostrador se habían echado a un lado para evitar la trifulca. Al fondo, un hombre barbudo tenía a otro a su merced. Le apresaba el cuello con una mano. Algunos bienintencionados se afanaban en separarlos y se había formado una tangana propia de un partido de rugby.
—Salgamos de aquí —dijo el cámara interrumpiéndola. Extendió una mano y la agarró para tirar de ella.
Hubo un giro brusco de la cámara en busca de la salida y, de repente, la imagen se congeló. Durante unos segundos, la pantalla se llenó de infinidad de puntos grises de distintas tonalidades. Finalmente, pudo verse el plató de los estudios centrales, donde la presentadora del canal se excusaba diciendo que lo sentía mucho, pero que habían perdido la conexión en directo.
Dani se quedó perplejo y apagó la tele para no ver nada más. La adrenalina recorría todo su cuerpo hasta llegar a la punta de los dedos. Definitivamente, la gente se había vuelto loca. Recordó el mensaje de su madre y la llamó por teléfono. Al tercer tono, escuchó su voz:
—Dani, cariño, ¿dónde estás? —dijo ella con tono de preocupación.
—En el trabajo, mamá. Estoy a punto de abrir el bar. ¿Cómo está papá? ¿Qué le ha pasado?
—Nada, no te preocupes. Es solo un rasguño. Le han arañado la cara. Por lo visto, una mujer que no estaba muy cuerda le atacó sin razón. Menos mal que los que estaban alrededor lo han ayudado y la han reducido. Hasta que no ha llegado la policía no ha parado de intentar agredir a la gente —suspiró y cambió el tema—Dani, no sé qué está sucediendo, pero vete a casa y ni se te ocurra abrir hoy el bar. Estoy viendo las noticias y hay varios grupos extremistas que han desvalijado un supermercado aquí, en Malasaña.
—Mamá, no te preocupes por mí, estoy bien. Pero, cuando termine de limpiar, tengo que abrir al público. Si no, mi jefe… bueno, ya sabes cómo es.
Sus palabras sonaron tranquilas, aunque por dentro estaba inquieto y asustado. Realmente, no le apetecía en absoluto abrir las puertas del local y así se lo comentó a su madre, pero también le recordó cuáles eran sus obligaciones.
—Pues no lo hagas. ¡Anda y que lo zurzan! Si es necesario, deja el trabajo. No te vas a jugar la vida para complacer a un hombre que te paga dos gordas.
Una inyección de realidad le aguijoneó la mente. Su madre tenía razón: aquel calvo larguirucho siempre le exigía el doscientos por cien. De hecho, aquella mañana, viendo el percal, Dani lo llamó por teléfono antes de acudir a su puesto de trabajo para ver si iba a abrir el bar y, en cuyo caso, tomarse el día libre. Sus respuestas fueron claras y sinceras: «Sí», porque no pensaba cerrar, y «ni de coña», porque jamás permitiría que aquel trabajador, por mucho que hubiera hecho por la empresa, dispusiera de un día libre por capricho.
A pesar de aquella negativa, a la que habría que sumar todas las canalladas con las que lo había obsequiado durante aquellos dos largos años, Dani templó su furia para tranquilizar a su madre:
—Por favor mamá, no exageres. El ambiente está un poco revuelto, nada más. Seguro que esta tarde vuelve todo a la normalidad.
Dani intentaba autoconvencerse de que lo que le decía a su madre sería lo cierto, pero, en el fondo, presentía que algo se avecinaba. Con los hospitales tan colapsados y las personas tan violentas que hacían cualquier cosa por ser los primeros en pasar a la consulta, aquel virus no escondía nada bueno.
—¡Ay, hijo! ¡Qué disgustada me dejas! —se quejó la pobre mujer—. Pásate después por casa y mantente lo más alejado posible de la gente.
Cuando se despidieron eran las doce menos diez. Dani, que no había vuelto a coger el escobón desde que lo apoyara contra la barra, se acercó a la puerta con cautela. El letrero de «cerrado» colgaba de un gancho adhesivo anclado al cristal. La abrió y una ráfaga de aire invernal le heló los huesos. Salió al exterior, abrigado únicamente con una camisa negra de poliéster, que era su uniforme de trabajo. En ella, por detrás y escrito con letras blancas, un reclamo rezaba: «De trigo o de cebada, la cerveza siempre es bien hallada».
El día estaba gris y las nubes habían asolado todo el cielo sin dejar ningún resquicio azul. El amarillo del sol tampoco aparecía por ningún lado. La calle estaba desierta, salvo por el hombre que minutos antes había estado babeando contra la puerta, que se alejaba con parsimonia en dirección a la calle de San Bernardo. El sonido de las ambulancias tampoco había cesado. Lo más probable era que las personas se hubieran confinado en sus casas, tal y como los informativos habían aconsejado.
Volvió a entrar en el local. La calefacción contrarrestó el frío de la calle, que había entumecido su cuerpo. Pensó que, al abrir, debía de tomar precauciones con respecto a la clientela. Su madre tenía razón: debía mantener, de algún modo, cierta distancia con ellos porque, si el virus era tan contagioso como decían, tenía muchas probabilidades de resultar infectado.
Acababa de cerrar la puerta, cuando la figura de un hombre con paso decidido y que se dirigía directamente hacia él la empujó con violencia y lo sorprendió por la espalda.

 

II
—¿Es posible que todavía esté esto patas arriba? —protestó Ricardo, su jefe, que acababa de hacer acto de presencia en el local.
Dani se sobresaltó. El mando a distancia que aún sujetaba en la mano salió despedido hacia arriba, describiendo una parábola para acabar estampado contra el suelo. La tapa que protegía las pilas se abrió y estas salieron disparadas. Ricardo meneó la cabeza mientras dibujaba una sonrisa irónica. Sus dientes eran pequeños y puntiagudos.
—¡Recógelo y termina de preparar las mesas! —ordenó de forma imperativa—. ¿Por qué no está montada ya la terraza?
Dani, que rozaba los dos metros de altura y le sacaba casi dos cuartas, a pesar de sentirse humillado y furioso, hizo de tripas corazón y permitió una vez más que le hablara en aquel tono tan despectivo.
—Ricardo, con el mal tiempo que hace nadie se va a sentar fuera. Y si es que viene alguien… ¿te has fijado en que la mayoría de bares y negocios de la calle no han abierto hoy?
—Mejor para nosotros. Así haremos más caja.
«Querrás decir que haré más caja para ti», pensó Dani resignado. Lo tenía delante y de nuevo sentía unos irrefrenables deseos de aporrear su repulsiva cara. El simple hecho de que lo tratara como a un vulgar perro callejero lo llenaba de rabia. Pero no había por qué sofocarse, el karma se encargaría de él tarde o temprano.
Dani asintió finalmente y volvió a sus tareas. Aunque el Café-Bar era pequeño tenía el espacio muy bien aprovechado. A la izquierda, contra la pared, una serie de baldas exhibían botellas de diversas bebidas, vasos y copas. Un poco más adelante, se alzaba la barra, estrecha y alargada, en forma de «L». Al fondo de la misma, a través de un hueco abovedado en la pared, se accedía a la cocina. Aquel no era un bar de comidas, pero se servían algunos aperitivos, como fritos o platos fríos. En el centro había dos grandes sofás con sus correspondientes mesas bajas, ambos apuntando hacia la televisión que colgaba en la pared derecha. El resto del local estaba ocupado por más mesas y sillas. Las tardes que emitían fútbol, los clientes trastocaban aquella perfecta armonía y dejaban huérfanas las mesas para colocar todos los asientos alrededor de la inmensa tele. En aquellos momentos, todos parecían zombis embobados con el movimiento del balón. Al fondo, se veían dos puertas. La de la izquierda daba acceso a los baños, tan pequeños que, para poder cerrar la puerta por dentro, había que apoyar la espalda contra la pared opuesta. En la pared, algún cliente bienhumorado había escrito con mala baba y peor ortografía, pero presumiendo de bilingüismo: «Proibido hacer runing en el bater». Tras la de la derecha, unas escalinatas muy empinadas y estrechas descendían hasta un sótano. La distancia a bajar era considerable como para hacerlo en tan poco margen de espacio, por lo que los escalones eran más altos de lo normal. Allí abajo estaba el almacén.
En cuanto a la decoración, la mayoría de objetos que adornaban las paredes eran cuadros con pinturas surrealistas. En uno de ellos se podía apreciar como tres cerdos con antifaces negros apuntaban con distintas armas de fuego a un lobo arrodillado. El papel pintado de las paredes proporcionaba una ambientación arcaica y combinaba con el estilo de la madera desgastada y antigua de la barra. Los azulejos del suelo imitaban un terreno de piedra grisáceo con degradados sublimes. Pero la joya de la corona, el objeto decorativo preferido de Ricardo, era un ajedrez de cristal de enormes dimensiones expuesto sobre una mesa junto a los baños. Estaba acordonado por una valla de madera que parecía el pasamanos de un barco pirata. Y como no podía ser de otra manera, el nombre con el que habían bautizado a aquel Café-Bar era Siglo XII.
Media hora después, Dani había terminado sus quehaceres y las puertas ya estaban abiertas al público. Era raro que, en ese tiempo, Ricardo no se hubiera tomado ya un par de cervezas mientras disfrutaba dando órdenes a Dani de lo que tenía que hacer. En lugar de ello, se sentó en un taburete al final de la barra y se quedó observando las musarañas.
No era muy alto, pero su extrema delgadez lo hacía parecer más larguirucho de lo que en realidad era. Su cabeza tenía literalmente la forma de una manzana y era absolutamente calvo. Sobre su piel pálida resaltaban unas ojeras amoratadas, perennes, propias de no haber pegado ojo en dos días. Sus cincuenta años no hacían justicia al deplorable estado físico en que se encontraba.
Ricardo era un empresario de poca monta. Se creía el mejor del gremio, pero Dani lo conocía lo suficientemente bien como para saber que eso no era cierto. En todo caso, sería el primero por la cola. Siempre le hablaba mal, menospreciándolo en todos los sentidos, ninguneándolo como si fuera el juego del rey y el esclavo. Y Dani ya estaba cansado de aquel trato, de aquella práctica habitual desde que lo contratara. Pero, a pesar de ello, debía seguir aguantando aquel continuo chaparrón de desprecios y humillaciones. En su mente tenía un plan que le permitiría despegar su cabeza de aquel yunque y no recibir ni un solo martillazo más. Estaba ahorrando para montar algo por su cuenta. A él lo que verdaderamente le gustaba era la publicidad. De hecho, ya había puesto en marcha aquel proyecto sin que su jefe se enterase.
A pesar de que el Siglo XII iba viento en popa, Dani sabía que en cuanto él abandonara el barco, este se iría irrevocablemente a pique. Era una persona inteligente, lo suficiente como para templar su furia con el capitán. No le convenía enzarzarse en discusiones que seguro le perjudicarían. Podría meterle más horas de trabajo, reducirle el salario y, en el peor de los casos, despedirlo. Pero, por encima de todo, estaba su gran corazón, su amabilidad, su honestidad y el respeto.
A lo largo de la mañana tan solo entraron tres clientes. Dos de ellos tomaron un refresco y se fueron enseguida. El tercero era un habitual y prolongó allí su estancia un par de horas. Se había sentado en un taburete junto a la barra y, mientras saboreaba una cerveza, opinó sobre la situación del país:
—Pensábamos que lo habíamos superado y, al parecer, vamos cuesta abajo y sin frenos. Esta mañana mismo, en la Plaza del Dos de Mayo, una manifestación de jóvenes con pancartas se dedicaba a hacer ruido y a criticar al gobierno. El portavoz, megáfono en mano, había saltado la valla trepando hasta las cabezas de Daoiz y Velarde y los alentaba para iniciar una marcha hacia La Moncloa. Por lo visto hay más grupos radicales que partirán desde diferentes puntos de Madrid y se reunirán a las puertas del palacio. ¿Os lo podéis creer?
Dani hizo una mueca, asintiendo con la cabeza. Estaba situado detrás de la barra, limpiando el polvo de las botellas de alcohol que se erguían en la estantería.
—No me extraña —dijo con sencillez—. La gente está cansada de que le tomen el pelo. De todos modos, es muy arriesgado adoptar esa postura tan extremista en estos momentos. Los contagios van en aumento. Pronto volverán a imponer el uso obligatorio de la mascarilla y ordenarán guardar la distancia mínima de seguridad.
Ricardo, que estaba sentado en un taburete al final de la barra, se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata, relajando la opresión en el cuello. Desde la cima de su cabeza resbalaban gotas de sudor que inundaban su frente y brillaban a contraluz. La calefacción ya estaba apagada. Tal vez, que lo obligaran a cerrar por segunda vez su garito lo ponía de los nervios.
—Dani, tú eres un buen chico —comenzó a decirle el cliente—. Tienes los pies bien plantados sobre la tierra. Te aconsejo que no entres al trapo, sigas con tu vida y cuides de tu familia. La cosa se va a poner más fea de lo que ya está.
Dani escuchó el consejo de aquel hombre mirándolo fijamente a través de sus ojos castaños. Estos, junto con su cara redonda, su pelo moreno alborotado y su rostro risueño, lo hacían ser guapo.
—Gracias, Miguel —respondió sonrojándose—. Valoro mucho tus palabras, pero no estaba en mis planes inmiscuirme en ningún asunto tan peliagudo como este. Quien quiera salir a que lo rocíen con gas lacrimógeno o a que lo aporreen, allá él.
Miguel lanzó una carcajada al aire, apuró la copa de un gran trago y dejó sobre el mostrador una moneda de dos euros. Después, se dirigió hacia Ricardo, que estaba completamente ausente de la conversación, embobado mirando a la pared:
—Ricardo, ¡qué suerte tienes de tener un empleado como este!
Aquel comentario referente a él lo sacó de su trance y, sin articular palabra, forzó una sonrisa que más bien parecía un signo de estreñimiento, al tiempo que con una leve inclinación de cabeza agradecía al cliente su halago. Este, acto seguido, se despidió, abandonando el local.
Volvieron a quedarse solos y Dani, que llevaba rato observando el lamentable estado que presentaba su jefe, se interesó por él:
—Ricardo, ¿te encuentras bien?
Su tez blanquecina se había tornado más pálida de lo habitual y un sudor frío le consumía la cara. Seguía sentado en el taburete, absorto, mostrando un inusual interés por la pared. Al escuchar la voz de su empleado, volvió a salir de su ensimismamiento, pero, en lugar de responder, se levantó y se dirigió a los lavabos.
—Que te den —murmuró Dani para sí mismo.
Conectó la radio, ya que no se atrevía a poner la televisión en presencia de Ricardo a no ser que retransmitieran algún partido de fútbol en ese momento.
«…la policía ha salido a la calle mientras varios grupos de antidisturbios intentan frenar las continuas reyertas que emponzoñan la convivencia en distintas partes de la ciudad. Hasta el momento las cifras ascienden a diez heridos y cinco muertos, uno de ellos un agente de la ley. En estos datos se puede apreciar la violencia con la que los manifestantes han salido a la calle…»
La voz del locutor quedó anulada por un vocerío procedente del exterior. Dani abandonó el refugio de la barra y se dirigió hacia la puerta con paso apresurado para ver qué sucedía. Entreabrió la puerta lo justo para poder asomar la cabeza. A la derecha, cientos de personas gritaban agolpadas. Avanzaban ocupando todo el ancho de la calle y arrasando con todo. Iban directos hacia una quincena de policías que los esperaban en el lado opuesto. Tenían desenfundadas las escopetas de bolas de goma y habían colocado dos coches patrullas a modo de barricada para cortarles el paso. El Siglo XII y, por lo tanto, Dani estaban atrapados en mitad de la trifulca.
Las luces azules de los vehículos centelleaban, reflejándose en cada uno de los escaparates de la calle. Uno de los agentes, megáfono en mano, intentó amedrentar a los manifestantes:
—¡DETÉNGANSE! ¡NO LO REPETIRÉ OTRA VEZ! ¡DE LO CONTRARIO ABRIREMOS FUEGO!
Dani pudo contemplar en las caras de aquel grupo de personas cómo su rabia iba en aumento. En lugar de acobardarse, continuaron su marcha directos hacia las fuerzas del orden. De pronto, una colosal explosión devastó los tímpanos de todos los allí presentes. Uno de los radicales había lanzado un cóctel molotov contra un contenedor de basura cercano haciendo que estallara. Una llamarada ígnea manó de su interior y los gritos de los enfervorecidos manifestantes se hicieron más fuertes.
Fue entonces cuando la policía abrió fuego contra ellos sin ningún escrúpulo bombardeándolos con pelotas de goma. Chillidos de dolor se entremezclaban con el vocerío y las detonaciones de los certeros disparos de los agentes. Aquel escenario se convirtió en una batalla campal de la cual, Dani, no quiso ser partícipe. Entró en el local y cerró la puerta con llave al tiempo que varios de los radicales corrían directamente hacia él para intentar guarecerse dentro del Siglo XII.
El corazón le latía con violencia y su cuerpo temblaba de manera irrefrenable. Estaba seguro de que, si en aquel momento hubiera tenido ganas de hacer de vientre, se lo habría hecho encima. Dos personas aporrearon el cristal:
—¡Por favor, abre la pue…! —intentaba decir uno de ellos cuando una pelota de goma, del tamaño de una manzana, lo alcanzó en la cabeza, derribándolo directamente.
El que quedaba era un chico joven y Dani, mirándolo directamente, pudo ver el miedo en sus ojos.
—¡Por favor, abre! —suplicó con lágrimas en sus ojos.
Por detrás, la muchedumbre había ganado terreno y lanzaba botellas, piedras y otros objetos a la policía. Un vaivén de personas asolaba la calle.
Dani dudó un instante y, finalmente, decidió abrirle la puerta a aquel joven. Pero justo en el instante en el que iba a girar la llave, otra persona se acercó por detrás. Era de su mismo bando y caminaba con parsimonia, como si todo aquello que estaba sucediendo no le importara lo más mínimo. Tenía la mirada perdida e iba arrastrando los pies. Agarró al joven por los hombros y le propinó tal mordisco en el cuello que, cuando lo soltó, le había arrancado un pedazo de carne. El cristal quedó salpicado de borbotones rojos y el joven al que segundos antes había intentado auxiliar estaba en el suelo chillando de dolor a la vez que regaba la acera con la sangre que manaba a chorros de la herida de su cuello, herida por la que se le escapaba la vida.
Presenciar aquello fue demasiado para Dani, que no quiso saber nada más. Dio media vuelta y decidió a ir a buscar a su jefe, que aún permanecía en el baño.
«Toc, toc». Golpeó la puerta con los nudillos y, al ver que no contestaba, lo llamó de forma apresurada:
—¡Ricardo, Ricardo!
Tampoco en esta ocasión obtuvo respuesta
—Ricardo, ¿estás bien? —insistió, esta vez con un tono más sutil.
Pero siguió sin tener fortuna. Aunque tampoco le había contestado antes de entrar al baño cuando le preguntó si se encontraba bien. De cualquier modo, era un capullo sustancial, un imbécil integral.
Giró el pomo y, por suerte, el cerrojo no estaba echado por dentro. Abrió la puerta y se encontró a su jefe sentado en la taza del váter. Estaba apoyado contra la pared y la cabeza inclinada hacia atrás. Tenía los ojos cerrados y sus brazos colgaban suspendidos en el aire. Se había quitado la camisa y un vendaje envolvía parte de su brazo derecho. Su piel era de un color cadavérico y, cuando lo asió por los hombros para ver si reaccionaba, la notó fría como un témpano de hielo.
No respondió a ningún estímulo y comprobó que no tenía pulso. Se fijó en que su cara estaba empapada de agua, quizá habría intentado refrescarse un poco antes de…
Desde la calle, otra explosión más contundente llegó hasta sus oídos y el anterior vocerío de la muchedumbre se había disuelto. En su lugar, lamentos, chillidos, llantos y golpes
se adueñaron del entorno. Ya no se oían los disparos de la policía. ¿Habrían conseguido sofocar aquel intento de sublevación?
Dani sacó su móvil para llamar a una ambulancia. No sabía si su jefe había fallecido en aquel diminuto cuarto de baño de su propio negocio, pero lo que estaba claro es que su corazón había dejado de latir.
Antes de que pudiera marcar ningún número, en la pantalla del teléfono apareció la palabra «Mamá». Era una llamada entrante que debía de contestar prioritariamente.
—¡Dani, tu padre no respira! —la voz alterada de su madre le llegó apremiante desde el otro lado de la línea—. Dijo que se encontraba mal y que se iba a tumbar un rato para ver si se le pasaba. Cuando he ido a despertarlo…
Comenzó a llorar de manera desconsolada.
—Mamá, tranquilízate —a Dani también se le saltaron las lágrimas—. Llama a una ambulancia —su voz denotaba prisa.
—Lo he intentado, pero nadie coge el teléfono. Aquí en la calle hay disturbios y mucha policía. Están ocupados con estos desalmados que se han echado a la calle para yo no sé qué.
Dani se giró y permaneció en el umbral de la puerta del baño observando el exterior a través del cristal. Había muchas personas inmóviles en el suelo. Otras, por el contrario, caminaban con paso lento sin rumbo en distintas direcciones. Una de ellas, la que había mordido al joven delante de sus narices, golpeaba el vidrio del Siglo XII una y otra vez con vehemencia. A pesar de ello, Dani no prestó mucha atención a aquel nuevo escenario. ¡Su padre había muerto!
—Mamá quédate en casa y no salgas. Insiste en llamar a los servicios de emer…
—Espera, Dani. ¡Ha abierto los ojos! —la voz de su madre rebosó alegría—. Cariño, ¿cómo te encuentras? —oyó que le preguntaba a su padre —¿Estás bien? ¡Cariño! ¿Por qué no hablas? —En esta ocasión se dirigió de nuevo a su hijo —Dani, está un poco desorientado, nada más. Se está levantando y…
De pronto, y sin esperarlo, su madre emitió un desgarrador alarido. Algo le había sucedido, pero ¿qué? Si su padre ya estaba recuperado, ¿qué podía haberle pasado?
—¡Mamá! ¡Mamá! —gritó Dani una y otra vez, muy preocupado.
No obtuvo respuesta porque, de fondo, se escuchaba a su madre gritar:
—¡No, para, por favor, ahhh!
Y, de repente, dejó de oír su voz. Se hizo el silencio y, segundos más tarde, Dani pudo escuchar a través del teléfono pasos y un gorjeo ininteligible.
—¿Mamá? —preguntó esperanzado.
Pero no contestó nadie. En lugar de ello, se cortó la comunicación. Dani rompió a llorar, pero no por mucho tiempo porque, a sus espaldas, alguien le acababa de apresar los brazos.

III

El locutor de radio continuaba narrando todas las novedades acontecidas en el país con voz apagada y monótona. Al hombre que golpeaba la puerta con insistencia una y otra vez se le había unido otro más que también intentaba romper el cristal. Pero lo más grave de todo estaba sucediendo dentro del local. Inexplicablemente, y contra todo pronóstico, Ricardo había salido de su letargo, había caminado por su propio pie y sujetaba con fuertes manos los brazos de Dani a la altura del bíceps. Clavó sus uñas en la carne del muchacho con tanta profundidad que parecían garras lo que lo aguijoneaba.

Dani, sobresaltado por la sorpresa, intentó desasirse de aquellas garras y el teléfono móvil se le escurrió entre los dedos, yendo a parar al suelo. La pantalla se hizo añicos. Era imposible que su jefe estuviera allí, de pie, ¡y qué fuerza tenía! Si hacía unos minutos su corazón ni siquiera palpitaba… ¿cómo era posible?

 Se liberó de aquella opresión como pudo e intentó razonar con su jefe:

—Ricardo, por favor, estás en estado de shock. Deja que llame a un médico.

Pero Dani pronto comprendió que nada de lo que le dijese serviría para apaciguar el ataque de ira que estaba sufriendo el miserable que se hallaba ante él. Tenía los ojos tan abiertos que parecieran salirse de sus órbitas y las pupilas tan dilatadas que el iris había quedado oculto tras ellas, como un eclipse. Lo miraba, pero, a su vez, era como si su vista estuviera posada más allá. Sus manos tenían la temperatura de un glaciar y sus dedos, largos y huesudos, eran carámbanos de hielo que intentaban darle alcance con insistencia.

Dani retrocedió unos pasos mientras lo mantenía a raya sujetándolo por los hombros. En un momento dado, Ricardo intentó morderle el brazo y tuvo que apartarlo de inmediato para que no lo hiriese. Justo antes había contemplado como, de un bocado, le habían cercenado la yugular a un chico. Él no quería sufrir su mismo destino.

Siguió retrocediendo hasta que chocó contra algo. Era la valla de madera que protegía el preciado ajedrez de cristal de las manos de los curiosos. Fue a dar con sus nalgas justo en la portezuela de acceso al pequeño recinto, que se abrió con el mismo chirrido que emitiría una mecedora antigua al balancearse. Ricardo insistía en darle caza y, de momento, había logrado arrinconarlo. A pesar de ser mucho más esmirriado que él, tenía una fuerza asombrosa.

Dani, harto de la situación, le propinó un empujón con todas sus fuerzas, pero únicamente consiguió que retrocediera un par de pasos. Ricardo se rehízo y volvió a la carga sin perder un segundo. Emitía leves gorjeos mientras hilos de baba manaban de su boca entreabierta.

Semejante insistencia no era normal y, por todo lo que había visto y oído aquel día, algo extraño les estaba sucediendo a las personas. No había querido creerlo hasta ese momento, pero el resurgir del virus había atacado con más fuerza aquella vez. ¿No habían dicho los expertos por activa y por pasiva que ya no había nada que temer? Posiblemente hubiera mutado, atacando el cerebro de las personas y haciéndoles perder la cordura. No sabía si existía cura para ello y, en un futuro, las personas afectadas recobrarían su estado de salud habitual. Pero lo que sí tenía claro era que no debía dejarse contagiar por un infectado. Pensó que ya había estado en contacto directo el tiempo suficiente con su jefe como para poder haberle infectado. Aunque, por otro lado, desconocía el canal de transmisión: ¿el aire? ¿la sangre? ¿la saliva?

Ricardo, con torva mirada, se disponía a atacar de nuevo. Sin más dilación, Dani se apartó de su trayectoria. Su intención era escapar saltando la verja de un metro de altura. Debido a su corpulencia no era una persona especialmente ágil, pero, por otro lado, para salvar aquel pequeño obstáculo no hacía falta ser un acróbata profesional. Tan solo bastaba con pasar primero una pierna y después la otra.

Lo que aparentemente era sencillo se convirtió en una trampa fatal. No elevó lo suficiente la pierna y la suela de su zapato quedó enganchada contra la madera. Como ya había echado el cuerpo hacia delante, inevitablemente cayó de bruces contra el suelo. La valla cedió y Dani la aplastó. Queriendo aprovechar tan favorable situación, Ricardo se había abalanzado contra Dani, pero este logró apartarse girando sobre sí mismo y acabó chocando contra la mesa en la que se encontraba el ajedrez. Las piezas de cristal se desparramaron sobre ella y, la gran mayoría, cayeron al suelo. Algunas se hicieron añicos.

Con Dani en el suelo, y boca abajo, Ricardo solo tuvo que tirarse sobre su espalda. Lo tenía completamente a su merced. Sintió el pestilente aliento en su nuca y un gargajeo muy cerca de su oído. Le iba a hincar el diente en la yugular y se iba a llevar consigo un pedazo de carne, igual que habían hecho con el chico de la calle. No podía permitir que eso sucediera. Intentó revolverse, pero su jefe volvía a estrujarle, en esta ocasión la cabeza y el cuello, con sus dedos punzantes. A pesar de ello, pudo levantar su tórax, de manera tosca, un palmo del suelo. Giró su cabeza hacia la derecha y entonces lo vio tirado en el suelo: el alfil blanco.

Todo buen jugador de ajedrez sabe que, en un final de partida y con pocas fichas en juego, los dos alfiles posicionados juntos en una esquina del tablero actúan como dos cuchillas serradoras, recorriéndolo de un extremo a otro. Sin embargo, cuando solo hay uno, la maquinaria se queda coja. De hecho, resulta imposible ganar una partida teniendo tan solo uno de ellos.

A Dani no le gustaba el ajedrez, todo lo contrario, lo odiaba. Eso y cualquier otro tipo de juego de mesa. Aunque, en aquella ocasión tan extremada, agradeció de corazón al dichoso juego la oportunidad que le brindaba. Agarró aquella elegante pieza de cristal, cuya parte superior era redondeada con un pequeño tajo, hecho a conciencia, y finalizaba en una punta que se agudizaba como un punzón, y, con toda la rabia acumulada en su interminable saco de desdichas, le dio jaque mate a su odioso jefe. Lo apuñaló en la sien, acompañando el movimiento con un grito de furia, y el alfil blanco penetró la carne como si de mantequilla se tratase. No pareció haberle hecho mucho daño porque no gritó de dolor. Tan solo emitió un débil y prolongado gemido, muy lerdo bajo la opinión de Dani. El casi inaudible estertor se fue apagando mientras el ojo más próximo a la herida infligida se teñía de rojo. Finalmente, Ricardo se desplomó sobre él.

Temblando sin cesar, pataleó para quitarse el cadáver de encima sin miramiento alguno, igual que cuando una cucaracha queda boca arriba, y se levantó. Mil imágenes y sentimientos recorrieron su mente. Estalló en un chaparrón de lágrimas y lamentos, pero no había tiempo para aquello: ahora eran tres personas las que golpeaban el cristal del local a un ritmo desacompasado y monótono.

Echó un vistazo más allá y vio que la trifulca en la calle aún no había concluido. Todavía se veían personas correr de un lado a otro chillando y siendo perseguidas por aquellos seres. Un agente de policía estaba arrodillado junto a un cadáver y… ¡se lo estaba comiendo!

«… siendo los datos cada vez más demoledores. Tenemos constancia de que los infectados están muriendo sin remedio alguno para, después, regresar a la vida y atacar violentamente a cualquier persona que encuentren a su paso. Repito, los muertos se están levantando. Es el apocalipsis…”

Dani volvió a captar la apática voz del locutor de radio.

«… los hospitales han sido calificados como puntos negros, donde se han acumulado la mayor parte de los enfermos. Los servicios sanitarios y de emergencias están fuera de servicio. El tremendo esfuerzo por parte del cuerpo de policía y el ejército en intentar sofocar las múltiples revueltas por toda la ciudad ha sido inútil. Los manifestantes que marchaban hacia el palacio de La Moncloa, desde distintos puntos de Madrid para reunirse allí y ejercer presión sobre el gobierno, han sido el desencadenante para una rápida expansión del virus. Los infectados campan a sus anchas por toda la ciudad, aniquilando a cualquiera que se cruce en su camino. Las autoridades creen que el virus se transmite por la sangre y la saliva. Cualquier arañazo, mordedura o rasguño puede ser motivo de contagio. Todas las ciudades españolas y el resto del mundo están sufriendo el mismo destino. Ahora mismo, queridos oyentes, no hay ningún dato esperanzador. Las recomendaciones son quedarse en casa, no abrir la puerta a nadie y cerrar con llave…»

Negó irónicamente con la cabeza mientras rescataba su teléfono del suelo. La pantalla se había quebrado, pero aún podía ver con claridad qué había en ella. Intentó llamar a su madre sin éxito alguno. Después probó con su padre y tampoco contestó nadie. No quería creerlo. No podía asumir lo que estaba ocurriendo. ¿Qué iba a hacer ahora allí solo?

Pasó una hora en la que Dani estuvo intentando contactar con alguien que le ayudara. Pudo conversar con un par de amigos que habían sufrido situaciones similares a la de él. Uno de ellos, que vivía muy cerca del Café-Bar, en la calle San Dimas, le recomendó que hiciera una barricada con el mobiliario del bar frente a la puerta, por si aquellos seres conseguían reventar el cristal y acceder al interior.

Y eso hizo. Agolpó sofás, mesas y sillas para frenar un posible avance, pero la cosa pintaba fea. Más de una decena de personas eran las que se agolpaban en la puerta del Siglo XII, aporreándola cada vez con más intensidad e insistencia. Parecían estar obcecados con entrar dentro a toda costa.

Transcurrió otra hora más. Los gritos de personas no infectadas habían cesado de forma definitiva. Ahora la calle estaba en absoluto silencio, interrumpido solo por los extraños lamentos que emitían aquellas criaturas. El locutor de radio proseguía narrando las noticias, que eran todas negativas. Cuando volvió a encender la televisión, la mayoría de las emisoras no estaban emitiendo. Solo en una de las cadenas, una cámara fija enfocaba un plató desierto en el cual, de cuando en cuando, varios infectados hacían su aparición caminando sin rumbo.

Dani se acomodó detrás de la barra. Dispuso un par de mantas y un cojín para la cabeza. El tiempo siguió corriendo y, casi sin darse cuenta, cerró los ojos y se quedó dormido.

IV

Un tremendo estruendo lo sacó de su profundo sueño. Se incorporó, un poco desorientado, y percibió los quejidos de los infectados mucho más próximos. Dio un brinco, asustado, y contempló cómo habían logrado hacer añicos el cristal de la puerta. Intentaban con decisión alcanzar su objetivo: él. La barricada que había montado era su única protección.

Chocaron contra ella. Algunos tropezaron y cayeron al suelo. Otros, con brazos que parecían de juguete, intentaban empujar el mobiliario. Pero aquella horda, formada por unos veinte muertos ambulantes, en menos de un minuto logró derribarla ante la estupefacta mirada de Dani.

Una sensación de miedo irrefrenable lo invadió, mayor aún que cuando se enfrentó a Ricardo. Se quedó petrificado sin saber qué hacer mientras los infectados avanzaban. Tenían el rostro demacrado e inexpresivo. Muchos tenían la comisura de los labios llena de sangre. A algunos, hilos de repugnante baba verdosa les colgaban de las comisuras. Los lamentos tristes con los que parecían querer comunicarse llenaban sus oídos de veneno y se extendía por todo su cuerpo. Aquella horda le ponía la carne de gallina.

¿Dónde se iba a refugiar ahora? La cocina no tenía puerta y la ventana que daba a un pequeño patio interior tenía rejas. Cuando quiso reaccionar y comprobó que la opción más viable para aguantar un poco más con vida era el baño, unos cuantos infectados ya habían ocupado aquella posición, rodeándolo dentro de la barra. Dani se retiró al interior de la cocina y cogió un cuchillo. Se asomó a la ventana, desesperado, y pidió auxilio con todas sus fuerzas. Mientras tanto, los infectados se acercaban cada vez más. Ya habían entrado en aquella última estancia. Pensó que, cómo solo cabían dos en paralelo, tal vez pudiera apuñalarlos a todos si era veloz.

Alzó el cuchillo y se preparó para asestar el primer aguijonazo. Contempló sus caras por última vez. Expresaban ansiedad por agarrarlo, por atacarlo, por devorarlo… Lanzó una estocada hacia delante y atravesó la frente de una mujer. Murió por segunda vez, obviamente. El que estaba a su lado lo agarró del brazo izquierdo, pero Dani, con el que tenía libre, lo apuñaló en la cabeza. También cayó al suelo sin nada que lo remediara. Mas otros dos habían ocupado ya los puestos de sus antecesores y el chico repitió el proceso, esta vez más apurado. Pronto, la cocina estaba a rebosar de infectados.

Dani siguió repartiendo alegría para todos. Cuando llevaba siete bajas, los cuerpos de los caídos le servían como medida de distanciamiento. Cada vez le resultaba más sencillo acabar con ellos. Además, eran lentos y torpes. Llegó a tener la situación controlada y, aquello, lo engrandeció. Incluso, una de las veces, sonrió mientras clavaba el cuchillo. Pero, de repente, sintió una punzada en su tobillo derecho. Miró hacia abajo y vio cómo uno de ellos se había deslizado entre los cadáveres, reptando como una serpiente, hasta propinarle aquel letal mordisco. Dani chilló de dolor, mientras los que lo acosaban cara a cara también le daban alcance. Pudo hendir el cuchillo una vez más en la espalda de uno de ellos, aunque posiblemente ni sintiera el dolor.

Lo aprisionaron y lo derribaron. Una vez en el suelo, le mordieron con saña mala varias veces en distintas partes del cuerpo. El dolor era insoportable y aquellos seres hincaban los dientes como animales de presa. La vista se le comenzó a nublar. El daño que le estaban causando se fue transformando paulatinamente en alivio, sanación y bienestar. Su corazón dejó de latir y sus ojos quedaron abiertos de par en par, inertes.

Media hora después, Dani se levantó como si nada hubiera sucedido. La extraña clientela que había ido a comer al Siglo XII aquel día ya no estaba. Se había largado sin pagar y dejando hecho un desastre el local. ¡Qué cruel ironía! Pero todo aquello que le habían hecho no le importó a Dani en absoluto. De hecho, nada le preocupaba ahora. Caminó en dirección al exterior para unirse a sus nuevos amigos. La radio seguía encendida y el mismo locutor que llevaba todo un día, sin descanso, hablando sobre los acontecimientos extraordinarios que estaban sucediendo y que marcarían el futuro de la humanidad, aportó un dato nuevo:

«… hoy, veintiséis de octubre de 2021, más de tres meses después de haberse comercializado la vacuna contra el COVID-19, y habiendo vuelto el mundo entero a la normalidad, las autoridades afirman haber encontrado el origen de este letal nuevo virus. Según expertos sanitarios, la causa de esta pandemia que asola la faz de la tierra no es ni más ni menos que…»

Dani pasó por alto cualquier tipo de información referente a algo. Ya no sentía ni padecía. Sencillamente, algún impulso en lo más profundo de su cerebro había logrado reactivar sus funciones motrices básicas, con el fin de exterminar a todo ser humano que se cruzara en su camino.

Salió a la calle, abandonando su puesto de trabajo para siempre en el Siglo XII. Comenzó a caminar pausadamente, aspirando el aire fresco de la noche, que le llegaba mezclado con los últimos restos del humo de la pólvora, que lentamente se desvanecía. Podría considerarse que había dimitido. Al menos, su jefe ya no volvería a darle órdenes en aquella nueva «vida». ¡Que se joda!